Entrevista

Conversando con Alyson Cole sobre victimidad, políticas antivictimistas y violencia contra las mujeres


Cristina Guirao: Estoy encantada de poder conversar contigo, Alyson, porque últimamente parece haber una gran preocupación por las víctimas y la victimización, y tú eres una experta en el tema, ya que le dedicaste un libro, The Cult of True Victimhood, hace más de una década. Me gustaría que empezaras contándonos cómo surgió tu interés en este tema y cómo lo enfocas en la actualidad. 

Alyson Cole: Cristina, en primer lugar quiero agradecerte la oportunidad para conversar contigo sobre mi libro y, en concreto, sobre cómo mi trabajo nos puede ayudar a comprender la actual coyuntura política. 

¿Por qué empecé a estudiar la política de la victimidad? Yo me embarqué en este proyecto ―como bien señalas, hace ya algún tiempo― como reacción a una avalancha de libros y artículos que alertaban de que la sociedad estadounidense se hallaba en declive debido al presunto auge de una «cultura de la victimidad». Me refiero a libros superventas como The Content of Our Character [El contenido de nuestro carácter], de Shelby Steele (1990) ―donde se atribuía el sufrimiento de la población negra de EE.UU. a su «mentalidad victimista»―; Illiberal Education [Educación iliberal], de Dinesh D’Souza (1991) ―donde se responsabilizaba a los estudios étnicos y de género en las universidades de socavar la educación superior y la meritocracia―; A Nation of Victims [Una nación de víctimas], de Charles Sykes (1992) ―donde se diagnosticaba la decadencia nacional como análoga a una enfermedad contagiosa―; y The Abuse Excuse [La excusa del abuso], de Alan Dershowitz (1994) ―quien se enfocaba en diversos casos judiciales mediáticos en los que las y los acusados achacaban sus actos criminales a experiencias personales de abuso en el pasado―. 

Aunque gran parte de estas críticas provenían de la derecha, es decir, de quienes propugnan la responsabilidad personal, el individualismo a ultranza, un universalismo abstracto, etc., también encontramos posturas antivictimistas entre intelectuales más progresistas. Por ejemplo, Estados del agravio, de Wendy Brown (1995). A Brown no le preocupa el presunto declive del Estado-nación, pero en su libro también nos alerta del peligro de obsesionarse con los agravios. Y pese a no compartir el proyecto político de Steele, existe una llamativa semejanza entre ambas en su adopción de la visión nietzscheana del peligro de enfocarse demasiado en la propia victimización, pasada o presente (ressentiment), y en su defensa de la aceptación incondicional del presente (amor fati), aunque el análisis de Brown es mucho más sofisticado. 

Es decir, había un coro de voces provenientes de todo el espectro político alertando sobre una presunta avalancha de alegaciones de victimización. Sin embargo, en mis investigaciones no encontré ninguna evidencia de este fenómeno que provocaba tanta alarma y conmoción. De hecho, no sólo las víctimas no estaban inundando el discurso público, sino que, por el contrario, solían embarcarse en acrobacias lingüísticas para eludir la designación de «víctimas», utilizando en su lugar el término «superviviente». (Escribí sobre esta preferencia por el término «superviviente» frente a «víctima» un poco en el libro y en mayor profundidad en un artículo posterior.) Esto planteaba un enigma: si las víctimas no se estaban autodesignando como tales, ¿por qué lo hacían quienes las criticaban a la vez que señalaban que en realidad no lo eran? Más aún: observé que quienes criticaban a las víctimas, a quienes llamo «antivictimistas», dominaban los debates públicos. En otras palabras, no encontré ninguna evidencia de una «cultura de la queja», sino, por el contrario, muchas quejas sobre presuntas personas quejosas. El propósito de mi libro era explicar este fenómeno: comprender el origen de esta obsesión con las víctimas y, sobre todo, analizar la política del discurso antivictimista. En síntesis, lo que planteo es que dicho discurso sirve para reprimir y silenciar las denuncias de abusos, agravios, opresión, etc., lo cual encaja perfectamente con los objetivos del neoliberalismo.

CG: ¡Esto es fascinante, Alyson! Pero ¿a qué «exceso» te refieres exactamente: al de víctimas o al de personas que se presentan como tales sin serlo? 

AC: El tener que prestar ayuda a mucha gente a raíz de una guerra, una pandemia o una catástrofe natural supone desde luego un reto, incluso una carga para los recursos económicos y emocionales. Ahora bien, la insistencia en que hay «demasiadas» víctimas puede pasar fácilmente del presunto interés por el exceso de sufrimiento y de personas afligidas a convertirse en la sospecha de que el verdadero exceso reside en que la mayoría de las alegaciones no constituyen casos de auténtica victimización. A Charles Sykes, por ejemplo, le preocupa lo que denomina «fatiga por compasión». Yo no creo que la compasión sea finita o, más exactamente, no creo que el verdadero problema resida en los límites de la compasión. El verdadero problema que tenemos que abordar es qué se merecen las víctimas: ¿qué les debemos a quienes han padecido abusos e injusticia? El antivictimismo nos impide afrontar esta cuestión. ¿Por qué? Porque, al considerar que la mayoría de las alegaciones de victimización son fraudulentas ―generadas por personas impostoras (que, desde un punto de vista objetivo, no han sufrido daños ni carencias) o estafadoras (que se aprovechan de su situación desfavorecida para obtener beneficios desproporcionados con respecto a sus verdaderas circunstancias)―, al tratar a priori todas las alegaciones de victimización como sospechosas, como intentos de manipular al prójimo y conseguir compensaciones inmerecidas, quienes se proclaman antivictimistas eluden la cuestión de las necesidades de las víctimas por el sencillo método de reducir su número. En otras palabras, en lugar de orientarnos para valorar de manera más adecuada las alegaciones de victimización, las y los antivictimistas se enfocan en el estado psicológico de quienes las formulan, en su «mentalidad victimista», enfatizando que culpan a otras en lugar de asumir la responsabilidad personal por su situación.

CG: ¿Y piensas que esto es algo nuevo?

AC: La diferenciación entre víctimas dignas e indignas no es nueva, por supuesto, y a nivel político es necesario distinguir entre el infortunio y la injusticia. Sin embargo, el antivictimismo no nos ayuda a abordar este importante tema, puesto que individualiza el poder y la opresión sistémicas, planteándolas como una cuestión de libre elección y responsabilidad personal. Y ése sí es un fenómeno más reciente y problemático que entorpece el análisis de las jerarquías y los privilegios institucionales, y la dominación e injusticia social sistémicas por las cuales unas personas son encumbradas a costa de la subordinación de otras. Al fin y al cabo, lo que plantean es que nadie tiene por qué ser una víctima, puesto que todas las personas pueden ser autodeterminantes si poseen el carácter adecuado. 

Añadiría que ésta se ha convertido en la opinión generalizada sobre las víctimas, independientemente de nuestra postura política. La extendida exhortación «No seas una víctima» transmite este mensaje de manera clara y concisa. El imperativo nos exhorta a evitar que nos victimicen, pero también a rechazar el estatuto de víctimas. La sustitución del verbo («victimizar») por el sustantivo («víctima») reconfigura sintácticamente la vulnerabilidad humana como una cuestión de riesgo y de libre elección, al señalar como factor causante el carácter y/o comportamiento de las víctimas, y no las macroestructuras de la violencia que provocan que unas personas sean más vulnerables que otras. El hecho de que la exhortación a menudo aparezca en inglés con el artículo determinado the, en lugar del indeterminado a («No seas la víctima»), subraya que es más importante la posición de sujeto que la realidad del agravio. Otra expresión muy extendida, «No te hagas la víctima», difumina aún más la distinción entre el sufrimiento y la performatividad. Superar las heridas y combatir la injusticia se convierten en una cuestión individual que hace innecesaria una respuesta externa o una lucha colectiva.

CG: ¿Todo esto comenzó en la década de los noventa? ¿Por qué fue ése un momento significativo? 

AC: En el libro trazo la genealogía de la percepción de las víctimas, pero me centro en los orígenes del antivictimismo, que yo sitúo en la década de los ochenta. Fue entonces cuando surgió la Nueva Derecha para contrarrestar las conquistas alcanzadas por los colectivos marginados y oprimidos; un punto de inflexión a partir del cual empezó a utilizarse una nueva ―y cínica― noción de «víctima» con el fin de desmantelar el Estado del bienestar e impugnar el multiculturalismo, las políticas identitarias y políticas progresistas como la discriminación positiva, lo que, a su vez, contribuyó a crear el aparato conceptual para la consolidación del neoliberalismo. Fue en este momento histórico cuando «víctima» dejó de ser un término descriptivo que designaba a alguien que había sufrido un daño, y por quien deberíamos tal vez sentir empatía o compasión, para convertirse en un término peyorativo con el que culpar a las víctimas del debilitamiento de la nación. Al mismo tiempo, surgieron otras expresiones despectivas (p. ej., «victimista», «victimismo», «victícrata»). «Víctima» se convirtió ―algo hasta entonces inaudito― en un término despectivo en Estados Unidos, un calificativo utilizado para condenar a quienes sufren independientemente de su situación. 

Lo que resulta verdaderamente llamativo es que, tres décadas después de esa inicial articulación del antivictimismo, sigue inspirando avalanchas de libros y proclamas con los mismos argumentos, lo que sugiere que las luchas sociales y políticas que dieron lugar a esta ideología siguen aún vigentes. Como muestra, los títulos de algunos libros recientes: The Victims’ Revolution [La revolución de las víctimas], de Bruce Bawer (2012); Cry Bullies [Lloricas que acosan], de Robert Juliano (2017); Victimhood: The New Virtue [Victimismo: La nueva virtud], de Joseph Epstein (2017); The Rise of Victimhood Culture [El auge de la cultura victimista], de Bradley Campbell y Jason Manning (2018); y Nation of Victims [Nación de víctimas], de Vivek Ramaswamy (2022).  

CG: Alyson, ¿dónde se posiciona el feminismo en relación con todo esto? El tercer capítulo de tu libro, «Victims on a Pedestal: Anti-“Victim Feminism” and Women’s Oppression» [«Víctimas en un pedestal: El “feminismo antivictimista” y la opresión de las mujeres»], trata sobre la violencia contra las mujeres y el problema de la victimidad en el pensamiento feminista. ¿Podrías resumirnos tus principales argumentos? 

AC: Me alegro de que me preguntes por este capítulo, porque ello me permite abordar un tema que aún no había surgido en nuestra conversación: la política de género del antivictimismo. Uno de los presuntos peligros del victimismo es la amenaza de emasculación o feminización. La victimidad es desacreditada como debilidad, dependencia patológica, incontinencia emocional y manipulación femenina. En otras palabras, el antivictimismo feminiza a las víctimas independientemente de su sexo. Y, por supuesto, en el relato de los y las antivictimistas el feminismo aparece como el principal culpable. No deja de ser sorprendente que algunas escritoras se proclamen feministas a la vez que adoptan los postulados antivictimistas. Aparte de los textos que mencioné anteriormente, ha habido también numerosas críticas dirigidas específicamente contra el «feminismo victimista» ―libros que, además, tuvieron un enorme éxito de ventas e influyeron sobre los debates públicos―: Sexo, arte y cultura en los Estados Unidos, de Camille Paglia (1992); Fire with Fire [Fuego con fuego], de Naomi Wolf (1993); The Morning After [La mañana siguiente], de Katie Roiphe (1993); Who Stole Feminism? [¿Quién robó el feminismo?], de Christina Hoff Sommers (1994); y The New Victorians [Las nuevas victorianas], de Rene Denfeld (1995). En el tercer capítulo del libro estudio a estas feministas antivictimistas, enfocándome en su recelo ante las leyes contra el acoso, la ampliación del concepto de violación (para incluir violaciones por parte de conocidos o dentro de la pareja) y otras políticas destinadas a erradicar la violencia contra las mujeres. 

Tras criticar a estas críticas del «feminismo victimista», analizo los debates en torno a la victimización de las mujeres en el feminismo moderno, pues también las feministas a quienes el movimiento antivictimista describe como «victimistas» están lidiando con este tema. En su afán por exponer y dilucidar las numerosas opresiones que sufren las mujeres ―desde situaciones generales derivadas del patriarcado a incidentes más concretos de violencia sexual―, el feminismo nunca ha dejado de enfatizar las condiciones que victimizan a las mujeres ni de formular propuestas de lucha colectiva para la transformación de dichas condiciones. 

Pero la idea de que las víctimas son pasivas y carecen de agencia, al igual que la visión de la victimidad como una identidad que excluye otras identidades (incluida la posibilidad de que una pueda ser víctima en un contexto y victimaria en otro), es simple y llanamente errónea. Ser una víctima significa que te ha pasado algo malo: no es una expresión de quién eres ni tampoco una identidad. Tal vez las víctimas carezcan de agencia en el contexto de su victimización, pero no a otros niveles y, por consiguiente, su condición de víctimas no es total y absoluta. Las víctimas pueden rebelarse, resistir, negarse, y también organizarse con otras para enfrentarse a las fuerzas de la victimización. 

CG: Entiendo tus argumentos, pero aun así me pregunto por qué sostienes que existe cierta reticencia a definirse como víctima. Yo tengo la sensación de que todo el mundo está compitiendo para ocupar esa posición, por pequeño que sea el abuso sufrido. Al fin y al cabo, el expresidente Donald Trump se describe a sí mismo como víctima. ¿Ha cambiado tu perspectiva desde la publicación del libro?

AC: En realidad, la situación política actual no ha hecho sino reforzar mi opinión de que el antivictimismo es una peligrosa herramienta discursiva utilizada por las élites para afirmar que son ellas las «verdaderas» víctimas de quienes se presentan infundadamente como tales. Las luchas culturales que en la década de los noventa propiciaron la difusión del antivictimismo se han intensificado. Los blancos de su crítica tienen ahora distintos nombres ―#BlackLivesMatter, #MeToo, movimiento woke, cultura de la cancelación―, pero en lo esencial el discurso antivictimista no ha cambiado. Al mismo tiempo, desde los grupos dominantes han surgido nuevas ―y discutibles― alegaciones de victimización y sí, el propio Trump llegó al poder bajo la promesa de que representaría a «los hombres y las mujeres olvidadas» y victimizadas por la izquierda, y de que revitalizaría a la nación estadounidense, degradada y vulnerabilizada por países como China. Y, aunque el delirio de persecución de Trump nunca fue muy sutil, en la campaña electoral de 2020 se volvió explícito, por ejemplo al decirle a su audiencia: «Todos somos víctimas. Todos los que estamos aquí, los miles de personas que están hoy aquí, son todas víctimas. Cada una de ustedes». Volviendo a tu primera pregunta, esto explica que mi análisis siga siendo fundamental y por qué estoy ampliando mis argumentos para aplicarlos al momento presente. 

CG: ¿Entonces tienes previsto actualizar tu trabajo a la luz de la lista de agravios de Trump y otras élites? 

AC: Mi libro abarcaba el período desde la guerra contra el Estado del bienestar hasta la guerra contra el terror. Mi propósito es aplicarlo ahora a la guerra contra la democracia. He concluido que detrás de la adopción e instrumentalización de la victimidad por parte de la derecha, y no sólo en Estados Unidos, hay otras fuerzas además del neoliberalismo. Siempre sostuve que el antivictimismo era una forma de política reaccionaria, pero no valoré debidadamente que podía ponerse al servicio de objetivos autoritarios, incluso fascistas. El antivictimismo proporciona las bases conceptuales para los proyectos neoliberales de despolitización de la desigualdad e individualización de las alegaciones de victimización, pero también para el proyecto populista de demonizar tanto a las élites como a los grupos marginales, al presentarlos como amenazas para el «pueblo» imaginario y su presunta voluntad colectiva. Para ello, estoy desarrollando un análisis de las dimensiones afectivas del antivictimismo. Ya antes examiné la inversión y las dinámicas emocionales y psicológicas, p. ej., cómo el antivictimismo silenció a las víctimas apelando a la vergüenza, pero ahora estoy investigando las dimensiones afectivas en mayor profundidad.  

CG: Teniendo en cuenta la dificultad para determinar quiénes son las verdaderas víctimas, ¿por qué no buscar otro término?  

AC: La cuestión de quiénes son las víctimas y, en mi opinión lo más importante, qué les debemos en el proceso de reparación ―ya sea reconocimiento, restitución u otras formas de apoyo― es desde luego muy compleja y yo no tengo soluciones fáciles. Lo que planteo es que, para poder realizar ese tipo de valoraciones, es preciso dejar atrás el antivictimismo, y ello implica concebir la victimidad como una circunstancia, y no como un defecto de carácter o una identidad. Sólo entonces podremos evaluar y distinguir entre lo que impulsa a las milicias de extrema derecha, como las Oath Keepers [Guardianes del Juramento], de lo que impulsa a movimientos antirracistas como Black Lives Matter. En esta era de la «posverdad», los sentimientos eclipsan la realidad material, lo que dificulta enormemente esa distinción. Pero, precisamente porque términos como «víctima» se hallan tan enmarañados en estas redes ideológicas, recurrir a palabras nuevas, como «superviviente» o «vulnerabilidad», sólo serviría para eludir la ambivalencia que nos produce la victimización (ya sea la nuestra o la de otras personas): el uso de nuevas palabras no bastará para desmantelar la distinción jerárquica que degrada a las víctimas o, mejor dicho, que permite que algunas personas se presenten como víctimas impunemente, y otras no. 

También es importante señalar que, para luchar contra la injusticia, no basta con diagnosticarla. También es preciso entender su funcionamiento: la injusticia a menudo opera por mecanismos indirectos (como la ignorancia y la apatía) más que por medio de violaciones deliberadas o flagrantes. El punto de vista de las víctimas es fundamental para poner al descubierto los taimados caminos que transita la injusticia. Como ya señalé, las víctimas nunca son sólo víctimas. Pero quienes han sufrido victimización sólo podrán compartir sus conocimientos en la medida en que puedan hablar como víctimas. Para que quede claro: no estoy diciendo que la perspectiva de las víctimas sea intrínsecamente más veraz o más amplia que otras. Lo que planteo es que somos proclives a mirar para otro lado, a redefinir la injusticia como simple infortunio y, con ello, a negar la victimización silenciando a quienes la sufren. 

CG: Tus planteamientos son muy interesantes y ofrecen un marco para la comprensión de los debates actuales sobre las políticas relativas a las víctimas en España. En el ámbito académico español todavía no se ha abierto un debate riguroso en torno al discurso de la victimización ni se ha creado conocimiento sobre este concepto. Sin embargo, se trata de un tema de gran importancia social y política, que está presente en diversos debates públicos en torno a quién debe recibir el estatuto de víctima. ¿Cómo crees que deberíamos abordar y analizar este tema en el contexto español?

AC: Suponía que me preguntarías por España y he empezado a reflexionar sobre ello de cara a esta entrevista. En estos momentos, percibo tres ámbitos a los que podrían aplicarse las dinámicas de las políticas relativas a las víctimas que esbozo en mi libro. En primer lugar, la espinosa cuestión sobre víctimas, martirio y memoria histórica. Me refiero a los debates actuales en torno a quiénes fueron las víctimas de la Guerra Civil, dónde están enterradas las víctimas de la represión franquista y cómo las exhumaciones de quienes «perdieron la guerra» han complejizado la noción de victimidad. El Valle de los Caídos es un buen ejemplo de cómo ha evolucionado el significado de «víctimas» y su relación con el martirio, y cómo, aun así, sigue siendo objeto de encendidos debates. Este tema enlaza, a su vez, con el de las víctimas del terrorismo, tanto nacional como extranjero. En este sentido, me parecen muy interesantes las ideas de Vincent Druliolle sobre la existencia de una relación jerárquica entre estas dos categorías de víctimas, y creo que pueden investigarse más a fondo. También encuentro muy sugerentes los estudios de Justin Crumbaugh sobre la enorme visibilidad de las alegaciones de victimización en España y su instrumentalización por parte de la derecha. Una tercera línea de investigación la constituirían las políticas contra la violencia machista, sobre todo en los recientes debates sobre las víctimas de violencia sexual (por ejemplo, en el caso de La Manada), así como la idea de que la «masculinidad» es víctima de la «España woke». 

CG: Sospecho que podríamos mantener una conversación mucho más larga sobre todos estos temas y espero que podamos hacerlo en un futuro próximo. Muchas gracias, Alyson, por compartir tus esclarecedoras ideas sobre nuestra lucha en torno a las víctimas y la victimización.

AC: Muchas gracias a ti, Cristina, por tu interés en mi trabajo y por ofrecerme la oportunidad de presentar mis ideas a las lectoras de Clásicas y Modernas. 

Traducción de Jacqueline Cruz


Alyson Cole

Alyson Cole es catedrática y profesora de Ciencias Políticas, Estudios de Género y de las Mujeres, y Estudios Estadounidenses en el Queens College y el Centro de Estudios de Posgrado de la Universidad de la Ciudad de Nueva York (CUNY). Es autora, entre otros, de los libros The Cult of True Victimhood: From the War on Welfare to the War on Terror [El culto a la verdadera victimidad: De la guerra contra el Estado del bienestar a la guerra contra el terror] (Stanford University Press, 2006), Derangement and Liberalism: The Political Theory of Michael Paul Rogin [Locura y liberalismo: La teoría política de Michael Paul Rogin] (Routledge, 2019) y How Capitalism Forms Our Lives [Cómo el capitalismo conforma nuestras vidas] (Routledge, 2020). Su dirección de contacto es: alyson.cole@qc.cuny.edu